A cuatro décadas de Cien años de soledad
- revistalaprensa55
- 16 ago
- 7 Min. de lectura

Muchos años después, indocumentada y sin perseguir la felicidad, más cerca de Fermina Daza que de Remedios La Bella, y lejos de Petra Cotes, cual Francisco el Hombre, relataré aquella experiencia de adolescente provinciana enfrentada a un libro. El texto fue leído con provocada curiosidad y asumido como un memorial, como el resumen prodigioso de todo lo murmurado, visto y escuchado en las tertulias familiares, en las esquinas, en los susurros de iglesia, en los sainetes del parque…
Algunos referían una cola de cerdo e intrincados parentescos, capaces de confundir al más diestro genealogista. Ignoro cuántos ejemplares llegaron a las tres librerías del pueblo, uno apareció en la casa. Todavía lo conservo. Repaso las palabras subrayadas, cuyo significado buscaba en los hermosos diccionarios Salvat de mi abuela, con portadas de piel y bordes dorados. Dos días bastaron para la lectura. El entusiasmo desplazó el interés por la radionovela y expuso las diferencias con el contenido de María y Cumbres borrascosas. Para mí fue crónica, y no de una muerte anunciada. Con arrogancia juvenil pensé que García Márquez no era un chismoso, como dicen que dijo su madre, ni un mentiroso, como dicen que dijo su padre, sino un fisgón portador de un lápiz divino. Nada nuevo me contaba, pero lo contado era un portento caligráfico.
Aquel torrente de imágenes, retratos a carboncillo, sintaxis alucinada y perfecta, resultó estremecedor. Si Lady Chaterly era quimera, Madame Bovary, pecado y Los Miserables, insinuación para buscar en las alcantarillas parisinas a Jean Valjean, la apasionante redacción garciamarquiana me ubicaba en el vecindario, en la co- marca, en el contexto familiar. Era el recuento de las hazañas de ascendientes, colaterales, vecinos. Era el enredo de primos, tíos, consanguíneos o impostados. Ascendientes perdidos en alguna guerra ibérica, excesos de cualquier catalán convertido en caribeño disipador, alguna chozna sabrosa, con mandinga en los genes, cualquier truhán francés hacedor del mestizaje, gracias a la goleta. Era el ir y venir de barcos y taumaturgos, de espectros y vírgenes, de rencores legendarios, acreencias de sangre y honor. Era la soledad doliente, compartida en espacios domiciliares donde ocurría todo lo imaginable. Parientes tránsfugas, amantes nómadas, criaturas sin padre y sin madre, sueños retozando entre el polvo de los adoquines, saltando entre la mugre de los tereques y calderos aceitosos.
Nada nuevo me contaba pero ahí estaba todo. Nunca había leído un relato tan cercano, un acto notarial de lo acaecido y comentado en ni entorno. El rubor advino porque a cada uno de los personajes podía encontrarle su semejante; podía parafrasear los episodios, desde el momento antológico del encuentro de Aureliano con el hielo, hasta las apariciones y el adulterio público y divertido. ¿Acaso mi tía le había contado al colombiano su experiencia con la gelatina? Ella detallaba el sombrero, el abanico, los pollerines y el susto, cuando su padre la encaminaba al puerto para ascender al paquebote y ver con sus propios ojos «esa cosa» que se movía y tenía sabor. ¿Cómo supo el autor que un pariente prefirió el suicidio a la derrota y avisó, a través del espejo, el momento decisivo del disparo? ¿Cómo convirtió en amarillas las mariposas negras y atribuyó a Aureliano las epopeyas inútiles de la montonera criolla? ¿Cuándo transfirió la identidad del tío desaparecido y sibarita, que después de su desaparición, entró a la casa, silbando y comenzó a relatar sus peripecias en los confines del planeta? ¿Cómo supo del ostracismo, hijo de prejuicios y para acallar las habladurías pueblerinas?
Muchos años después, la segunda lectura me enseñó más y fue mucho. La novela de García Márquez no sólo consigna, anuncia e insinúa episodios, personajes, que están presentes en todas sus obras, sino que involucra a su familia, a Mercedes, su esposa, y valida al Rocamadur de Rayuela. Escribió su historia, pero eso poco importa. La novela trasciende sus memorias. Cualquiera hubiera podido, entonces, escribir una biografía, escribirla después, empero, nunca tendrá la excelencia de Cien años de Soledad.
La presencia de la muerte, de la locura, la imposibilidad de ejercer o descubrir un sentimiento tan primitivo y tan simple como el amor, la soledad sin asumirla, el prostíbulo como refugio varonil por excelencia, el incesto, la pederastia, descrita con tal delicadeza que algunos todavía discuten si José Arcadio, el hijo de Fernanda del Carpio, el prospecto de papa que ilusionó a la familia, era un conspicuo abusador de niños, como abusador también fue Aureliano, deslumbrado con la belleza impúber de Remedios Moscote, quien aguardó, paciente, la ocurrencia de la menarquia para desposarla. La fragilidad masculina escondida detrás de la alharaca sexual y la violencia.
Las hipérboles garciamarquianas exponen las flaquezas de los Buendía. Pueden alardear con sus ideas y realizaciones, con las dimensiones extravagantes de sus vergas, sin embargo, son incapaces de recomponer lo deshecho sin ayuda de las mujeres. Hasta el pantagruélico Aureliano Segundo, obeso y goloso, es derrotado por Camila Sagastume «una hembra totémica conocida en el país con el nombre de «La Elefanta.» Desde que la avistó pensó que hubiera sido preferible competir con ella en la cama y no en un torneo de ingesta. «La Elefanta» ganó. Comió tantos bueyes, tantos pavos, tantos huevos, cerdos, terneras, plátanos, como él y tuvo la gentileza de decirle, cuando trascurrieron dos días de comilonas bárbaras, «Si no puede, no coma más y quedamos empatados.»
El universo femenino
Aunque cueste admitirlo, los tipos femeninos han sido creados por hombres. Sin recurrir a la antigüedad, a los textos sagrados de distintas culturas, basta la mención de Ana Karenina, Emma Bovary, sin olvidar a Laura Brown, Clarissa Vaughn y la Virginia Wolf de Michael Cunningham en Las horas. El mundo femenino de García Márquez obliga un estudio especializado sólo para discutir y validar sus arquetipos. El poder de Úrsula, la seguridad de Petra Cotes, quien desde su irreverente salacidad descubrió en la caridad continua una forma de humillar a quien la había humillado. Luchó, para conservar al amante, quien creyó adecuado morir junto a la esposa y ofrecerle el suspiro de la muerte, después de haberle regateado los gritos desaforados del placer que compartía con Petra.
La novela expone la complicada red de solidaridad femenina, sin atisbo de expresión física. Esa manera de transformar la ternura en presencia constante y desvelos, sin jamás decir te quiero. La perseverancia del rencor en la solterona pecadora, arrogante y maldiciente cuyo odio por Rebeca le permitió vivir rodeada de infantes, deseando a los varones de su estirpe y esperando la muerte de quien le había arrebatado el amor de Pietro Crespi.
Ese mundo femenino creado por García Márquez es insuperable. Cada hembra conoce su jurisdicción y sabe que no puede atravesar linderos ajenos, aunque lo intente. Por eso Fernanda del Carpio entra a la familia, o a la casa, que es lo mismo, con su frivolidad a cuestas, sus ínfulas de grandeza. Tan cruel como Amaranta, es capaz de encerrar a su hija, esconder la bastardía del nieto, e instigar la muerte de Mauricio Babilonia. Ignoró a Santa Sofía de la Piedad, porque siempre le pareció una sirvienta y no la madre de su marido. Introdujo las buenas costumbres en la casa y entre ella y Amaranta, reinó el silencio desde el día que la cuñada dijo: ésta es de las que le tiene asco a su propia mierda. Así fue la convivencia, su presencia sirvió para reproducir el odio silente que interfería la posibilidad de sinceras relaciones entre la parentela.
Pilar Ternera no interfiere, pero sabe que regentea un imperio como el de Úrsula, Petra, Rebeca, Remedios las dos». Nigromanta. Ni Meme fue vencida, a pesar de su condena, porque persistió a través del hijo. El poder de Rebeca estuvo en su silencio y encierro.
«La que nunca se alimentó de la leche de Úrsula sino de la tierra y la cal de las paredes, la que no llevó la sangre de sus venas sino la sangre desconocida de los des-conocidos, la del corazón impaciente, la del vientre des-aforado, era la única que tuvo la valentía, sin frenos, que Úrsula había deseado para su estirpe.. «Y fue reivindicada, sin esperarlo ni saberlo, cuando la madre putativa dijo: qué injustos hemos sido contigo…(p.215. Editorial Sudamericana, 1969, duodécima edición)
ÚRSULA
La fortaleza de Úrsula, su sensatez en «esta casa de locos» es alfa y omega. Capaz de construir y rebelarse, después de la adversidad. Capaz de vivir en la opulencia y en la miseria, con su seguridad a cuestas, le resulta indiferente el derrumbe porque sabe que la única forma de conjurarlo es comenzando una y otra vez, reinventándose. Del absoluto dominio doméstico, trasciende al público. Cuando Arcadio está en el apogeo de la arbitrariedad, en ese entorno donde la diferencia entre liberales y conservadores es que unos van a la misa de cinco y otros a la de ocho, interrumpe el pelotón dispuesto a fusilar a Apolinar Moscote: «¡Atrévete, bastardo! Grita y mátame a mí también (p.96, op,cit).
Cuando regresa el coronel Aureliano, condenado a muerte, atravesó la multitud para verlo. El coronel intentó calmarla. Le pidió que lo visitara en la cárcel, antes del fusilamiento. Fue sola al cuartel y se anunció: SOY LA MADRE DEL CORONEL AURELIANO BUENDÍA. DE TODOS MODOS VOY A ENTRAR. DE MANERA QUE SI TIENEN ORDEN DE DISPARAR, EMPIECEN DE UNA VEZ.
Envejecida, disimula su ceguera para que ninguna minusvalía la reduzca, tiene la lucidez suficiente para admitir la esencia de su casta. Es el momento de reflexiones desgarrantes, de asumir virtudes y vicios de su descendencia. Supo entonces que Aureliano nunca había querido a nadie, que fue por soberbia que ganó y perdió tantas guerras. Concluyó en que Amaranta»… era la mujer más tierna que había conocido jamás…» y su amargura y dureza la atribuyó «…al miedo que le tuvo siempre a su atormentado corazón…» fue ése el momento para la absoluta rehabilitación afectiva de Rebeca.
Cada lectura de Cien años de soledad es nueva, cada párrafo enseña otra cosa. Poco importa su autor, sus veleidades o arrebatos, sus afirmaciones o desmentidos. Por ejemplo, él ha dicho que prefiere «El coronel no tiene quien le escriba», y qué.
Procede repetir lo proclamado por el exiliado librero sitiado por dos nostalgias… el pasado es mentira, la memoria no tiene caminos de regreso. Toda primavera antigua es irrecuperable y el amor más desatinado y tenaz es de todos modos una verdad efímera. Cien años de soledad es un libro irremplazable. Historiografía de poblaciones irredentas, intocadas por los atisbos de modernidad, a pesar de artilugios y mesías que pretenden remediar un secular designio ominoso. Ya Gabriel García Márquez no existe, existen sus personajes…
(ESTE ENSAYO FORMA PARTE DEL LIBRO “GABRIEL GARCIA MÁRQUEZ, UNA MIRADA DE ESCRITORES DOMINICANOS. HOMENAJE”. LOS DIBUJOS SON DE LA AUTORÍA DEL MAESTRO JOSÉ CESTERO, DE LA COLECCIÓN BANCO DE RESERVAS DE LA REPÚBLICA DOMINICANA)
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