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¡Urgencia social! Un país presionado por las causas estructurales de criminalidad y violencia



Nelson Marrero

Sin una efectiva gestión policial y judicial de corto plazo contra los actos que afectan la convivencia y las vidas y bienes de los miembros de esta sociedad, la percepción de inseguridad seguirá ocupando un importante lugar en las preocupaciones de la colectividad nacional al margen de fluctuantes y frías estadísticas que lo único que indican es que la creación de un clima satisfactorio de garantías tomaría tiempo al ritmo que se trabaja en ello.

En lo que el hacha va y viene, seguirán gravitando los pasivos de incompetencia en el propio ámbito de los defensores de la ley y de la proliferación en el seno de la comunidad de individuos incapaces de manejar frustraciones que hacen estallar la violencia por diferentes rincones. Combatir, por ejemplo, los desenfrenos de asesinos que han llenado el país de tumbas femeninas es algo que ni siquiera está bien definido en las agendas oficiales.

Existe una urgencia de inspirar confianza en lo que se logra algún clímax con los proyectos para reeducar en valores masivamente a civiles y capacitar autoridades de diferentes niveles para que resulten eficaces ante el delito y la agresividad como cultura. El diagnóstico al que se acogió el Gobierno para dar frente con ánimo reformador y de alarma a las infuncionalidades de su cuerpo policial sobrepasó todo cálculo conservador. Puso el dedo públicamente en un pasado demasiado cercano y de hondo calado.

Al efecto un flamante asesor policial, que fue blanco inmediato de la embestida de antiguos jerarcas del cuerpo del orden, describió a la institución como sustancialmente afectada de “corrupción interna, institucional y sistemática, dirigida desde la propia Dirección General, hasta el último raso”. Era de esperar que se pretendiera crucificar mediáticamente al consultor José Vila del Castillo tras situar, por allá por la Conchinchina, cualquier objetivo de remediación que no podría ser inmediata.

Aunque en República Dominicana la alta tasa de homicidios es atribuida en mayor proporción a comportamientos violentos sin aparentes fines delictivos, si el Estado dominicano no generaliza las acciones punitivas a renglón seguido de las agresiones al orden público y a los derechos ciudadanos, queda debilitado peligrosamente el efecto disuasivo-preventivo de la ley.

Argumentar desde consejerías oficiales que el uso mortal de arma de fuego “por razones personales” escapa a las competencia protectora de la Policía y la Justicia es jurídicamente insostenible y de desprecio a la noción de que al Estado debe, en todo momento y situación, monopolizar el ejercicio de la fuerza. Y por tanto es inexcusable la proliferación ilegal de armas de fuego en la población sabiéndose científicamente que la posesión de estos instrumentos de muerte aumenta el riesgo de tiroteos no intencionales, suicidios y homicidios.

¡Tumbos con el 4%!

La incapacidad gubernamental para eliminar fallas estructurales, que se manifiesta a través de períodos constitucionales, está delatada por los diez años en que la Educación Dominicana ha estado llevada a un trato presupuestal grueso y privilegiado que no ha sacado de sus fracasos al sistema de enseñanza pública en traición al principio de que «a mejor educación, menos delincuencia».

El estrecho vínculo entre la formación escolar y los comportamientos criminales o violentos aparece certificado por un estudio de años atrás patrocinado por el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, que puso de relieve que la educación aumenta las oportunidades de acceder a trabajos legales e incrementa salarios, lo cual reduce el atractivo financiero de las actividades delictivas.

Dice su texto: «La mayor educación reduce la tasa de criminalidad. Un año extra de asistencia a la escuela secundaria reduce significativamente la probabilidad de arresto y encarcelamiento». El estudio aplicado en ámbitos latinoamericanos de rasgos comunes perceptibles en República Dominicana, llevó a la conclusión de que un 1% de incremento en las graduaciones del bachillerato genera ahorros millonarios en el gasto publico dirigido a controlar la delincuencia. La docencia la debilita.

Desde la frontera de México con Estados Unidos hasta el extremo sur de la Patagonia en las cárceles predominan jóvenes que no terminaron el ciclo básico de la educación: 82% en Brasil; 62% en Jamaica; 60% en Uruguay; además de la frecuente presencia en celdas de individuos procedentes de programas de enseñanza incompletos o de muy baja calidad. Salen de las aulas sin el nivel formativo que permite vivir decentemente apareciendo la opción de hacerse de plata al precio que sea.

Cabe reconocer, sin embargo, que los delitos de cuello blanco arrojan en el continente un alto costo social aunque sus practicantes constituyan minorías que, frecuentemente, escapan a la judicialización y por tanto es menor su presencia en las penitenciarías. Fechorías de alto nivel y elitismo que, como se expresa en un informe tras un estudio ajeno al BID, «conspiran contra cualquier rama de la economía y de las inversiones en sectores nacionales obstaculizando así el desarrollo y destruyendo riquezas y recursos humanos.» La impunidad amerita heroicos remedios de caballo por los cuatro confines de la región continental en que vivimos.

¿A quién culpar?

Al enfocar su atención analítica en el problema de la violencia que cunde en comunidades, la antropóloga Tahira Vargas expuso en su momento la necesidad de “adoptar políticas públicas efectivas que impacten en la sociedad en su conjunto. Esta debe ser intervenida porque esto se puede convertir en una bomba de tiempo en cuanto a la gobernabilidad y a la seguridad”.

En afirmaciones más recientes, Vargas enfrenta a quienes describen la propensión a la violencia social como una consecuencia de la falta de aprendizaje en valores en el seno familiar pasando por alto que existe todo un modelo conductual que se impone más allá de los hogares y que influye en adolescentes y jóvenes para la búsqueda del “dinero fácil”.

La especialista deplora la prédica de hacedores de opinión que enfocan en las familias la proliferación de comportamientos violentos a partir de la “micro-delincuencia” barrial mientras ignoran el gran daño que causa la “macro-delincuencia”. Insistió en que “el nexo entre familia-delincuencia se fundamenta en una visión conservadora de la sociedad que desconoce la realidad de las familias, su composición y diversidad así como su tejido social que trasciende las paredes del hogar”.

¿Percepción o realidad?

Creer que el mundo “se está acabando” a partir de los hechos que más llaman la atención podría ser “objetivamente injustificable o simplemente desconectado de la realidad”. Lo anterior es una afirmación del psicólogo Jim Taylor Ph.D, autoridad reconocida internacionalmente por su profesionalidad, que procede tomar en cuenta ante las elocuentes mediciones que indican que para la mayoría de los dominicanos (51.7% en determinado momento reciente y a veces más) la inseguridad es la mayor preocupación.

Al margen del temor que mayoritariamente expresan ciudadanos. el Gobierno sostiene (y últimamente más que antes) que tras el desafío al orden público que devino de la pandemia, la República Dominicana viene siendo el quinto país de la región con los niveles más bajos de homicidios calculados hace menos de un año en una tasa de 11.1 por cada 100 mil habitantes, por debajo del promedio regional que era para entonces de 20.4 homicidios por cada cien mil personas.

Y como otras veces, las autoridades locales restaron trascendencia a los muchos y súbitos hechos de sangre que incluyen situar a República Dominicana entre los territorios de más feminicidios en la zona, señalando que “la mayoría de los sucesos violentos se deben a problemas de convivencia”, sin admitir la participación por omisión al menos del Estado en el auge por la predominante falta de severas consecuencias penales que se delata en una alta tasa de reincidencias alimentada por agresores que desde las cárceles vuelven prontamente a la libertad.

Menos de una tercera parte de los feminicidas dominicanos (27,8%) escapa a la acción judicial por la vía del suicidio y en San Pedro de Macorís, escandalosamente, al menos tres mujeres fueron privadas de la vida en un año por hombres excarcelados momentos antes de consumar los hechos. La inmovilización en celdas policiales, dispuesta por una jueza debidamente informada de los antecedentes violentos y de las intenciones asesinas de esos presos preventivos, duró menos que una cucaracha en un gallinero.

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