Minerva Isa
¡No! No es necesario. El humanismo ni la justicia social reclaman tanto como pidió Jesús al joven rico para que le siguiera. A la solidaridad y a un régimen de derechos bastaría un salario digno, políticas sociales efectivas contra la desigualdad y la pobreza. Y, por supuesto, desterrar el clientelismo. La lucha contra la pobreza no exige tal sacrificio a gobernantes y poderosos, pero tan poco como el reparto de migajas arrojadas a los Lázaros que extienden sus manos a las dádivas gubernamentales, ayudas que no crean capacidades ni oportunidades, empleos y servicios que permitan vivir dignamente. Una práctica enraizada, fomentada en los últimos decenios en República Dominicana, escenario de una realidad denigrante con 2.9 millones de Lázaros en pobreza monetaria. Y mayor aún en pobreza multidimensional. Amplios sectores con severas carencias, los trabajadores formales e informales con salarios inferiores al valor de la canasta básica, cuya media nacional sobrepasa los RD$43 mil en el Distrito Nacional y RD$50 mil en la Provincia Santo Domingo. Excesivo en un país con una economía de bajos ingresos, donde la política social nunca ha sido parte de una estrategia de desarrollo, reduciéndola al asistencialismo, a un clientelismo envilecedor. la dádiva que crea dependencia y los ata a la pobreza, debilita la conciencia de derechos y el empoderamiento, fortaleciendo la búsqueda de soluciones individuales. Justicia y paz Cierto que no hay modo de volver a compartir todos los bienes como en las primeras comunidades cristianas. Eso sí, las enseñanzas bíblicas nos recuerdan que “la justicia y la paz se besan”, que no habrá paz sin políticas sociales eficientes, lo que debe priorizarse en la agenda de los partidos políticos inmersos en febril proselitismo clientelar. Si bien el clientelismo les gana votos, a la postre rasga el tejido social, pone en riesgo el sistema de partidos en un país sojuzgado por la exclusión y la pobreza, la violencia e inseguridad, enojado porque el crecimiento económico no llega a sus bolsillos. ¿Adónde va la riqueza? Llega a una minoría, realidad indignante en un país con decenios de crecimiento económico, salvo breves intervalos como en la pandemia, en el que, según el último reporte de la World Inequality Database (WID), (Base de datos sobre desigualdad mundial), el 1% de la población dominicana obtiene 30.5% del ingreso bruto nacional, el más alto índice de América Latina, 2 y 5 puntos sobre México, Chile y Brasil. Sorprendente en un país de tan elogiada economía, donde, según ese informe, apenas 17% de sus riquezas llega al 50% de los sectores de menores ingresos. Nueva evidencia de que el modelo de desarrollo no es viable, de la ausencia de voluntad política para combatir la enorme desigualdad económica y social. Parches, remiendos ha sido la respuesta, sin acciones eficaces contra un mal mutante como el covid-19, que evolucionó desde la pobreza mansa campesina a la pobreza urbana de caseríos, cañadas, basureros inmundos, anegados con cada tormenta. Barriadas contaminadas por la delincuencia, el consumo y microtráfico de drogas, el clientelismo que aprovecha la necesidad y la ignorancia, conduciéndolos a una pobreza resignada que les aferra al subsidio monetario, al bonogás, bonoluz, al bono de las madres o el escolar, al “cariñito”, las dádivas que reproduce su míseria. Realidad lacerante que exige políticas sociales a corto, mediano y largo plazos con directrices, criterios y lineamientos conducentes al bienestar colectivo. Aplicar los esperados cambios que pongan punto final al clientelismo, barril sin fondo de una inversión que debe canalizarse a una estrategia sin fines políticos, que no se limite a contener la presión social. Y se oriente hacia la educación, la salud y el empleo de calidad, impulsar una mayor inversión del capital nativo, innovar, aumentar la productividad y competitividad. Dinamizar el agro y la industria, crear agroindustrias que sumen valor agregado a los frutos del campo. Desterrar la burocracia parasitaria y la desigualdad en el empleo y pensiones estatales. Es tiempo ya de que los sectores públicos y privados se convenzan de que “la justicia y la paz se besan”, de la necesidad de una economía más solidaria que permita compartir el pan con mayor equidad.
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